Extraído del libro Amar o Depender de Walter Riso
La inmadurez emocional implica una perspectiva ingenua e intolerante ante ciertas situaciones de la vida, generalmente incómodas o aversivas. Una persona que no haya desarrollado la madurez o inteligencia emocional adecuada tendrá dificultades ante el sufrimiento, la frustración y la incertidumbre.
Señalaré las tres manifestaciones más importantes de la inmadurez emocional relacionadas con el apego afectivo en particular y con las adicciones en general:
1. Bajos umbrales para el sufrimiento o la ley del mínimo esfuerzo.
Según ciertos filósofos y teólogos, la ley del mínimo esfuerzo es válida incluso para Dios. Independientemente de la veracidad de esta afirmación debemos admitir que la comodidad, la buena vida y la aversión por las molestias ejercen una atracción especial en los humanos. Prevenir el estrés es saludable (el tormento por tormento no es recomendable para nadie), pero ser melindrosos, sentarse a llorar ante el primer tropiezo y querer que la vida sea gratificante las veinticuatro horas, es definitivamente infantil.
Una persona que haya sido contemplada, sobreprotegida y amparada de todo mal en sus primeros años de vida, probablemente no alcance a desarrollar la fortaleza (coraje, decisión, aguante) para enfrentar la adversidad. Le faltará el “callo” que distingue a los que perseveran hasta el final. Su vida se regirá por el principio del placer y la evitación inmediata de todo aversivo, por insignificante que éste sea. Repito: esto no implica hacer una apología del masoquismo y el auto castigo, y fomentar el suplicio como forma de vida, sino reconocer que cualquier cambio requiere de una inversión de esfuerzo, un costo que los cómodos no están dispuestos a pagar. El sacrificio los enferma y la molestia los deprime. La consecuencia es terrible: miedo a lo desconocido y apego al pasado.
El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con baja tolerancia al sufrimiento, se expresa así: “No soy capaz de renunciar al placer/bienestar/seguridad que me brinda la persona que amo y soportar su ausencia. No tengo tolerancia al dolor. No importa qué tan dañina o poco recomendable sea la relación, no quiero sufrir su pérdida. Definitivamente, soy débil. No estoy preparado para el dolor”.
2. Baja tolerancia a la frustración o el mundo gira a mí alrededor.
La clave de este esquema es el egocentrismo, es decir: “Si las cosas no son como me gustaría que fueran, me da rabia”. Tolerar la frustración de que no siempre podemos obtener lo que esperamos, implica saber perder y resignarse cuando no hay nada que hacer. Significa ser capaz de elaborar duelos, procesar pérdidas y aceptar, aunque sea a regañadientes, que la vida no gira a nuestro alrededor. Aquí no hay narcisismo, sino inmadurez.
Muchos enamorados no decodifican lo que su pareja piensa o siente, no lo comprenden o lo ignoran como si no existiera. Están tan ensimismados en su mundo afectivo, que no reconocen las motivaciones ajenas. No son capaces de descentrarse y meterse en los zapatos del otro. Cuando su media naranja les dice: “Ya no te quiero, lo siento”, el dolor y la angustia se procesa solamente de manera autorreferencial: “¡Pero si yo te quiero!” Como si el hecho de querer a alguien fuera suficiente razón para que lo quisieran a uno.
A veces ni siquiera es amor por el otro, sino amor propio. Orgullo y necesidad de ganar: ¿Quién se cree que es…? ¿Cómo se atreve a echarme? La inmadurez también puede reflejarse en el sentido de posesión: “Es mío” o “No quiero jugar con mi juguete, pero es mío y no lo presto”. Muchas veces no es la tristeza de la pérdida lo que genera la desesperación, sino quién echó a quién. Si se obtiene nuevamente el control, la revancha no se hace esperar: “Cambie de opinión. Realmente no te quiero”. Ganador absoluto.
El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con baja tolerancia a la frustración, se expresa así: “No soy capaz de aceptar que el amor escape de mi control. La persona que amo debe girar a mí alrededor y darme gusto. Necesito ser el centro y que las cosas sean como a mí me gustaría que fueran. No soporto la frustración, el fracaso o la desilusión. El amor debe ser a mi imagen y semejanza”.
3. Ilusión de permanencia o de aquí a la eternidad.
La estructura mental del apegado contiene una dudosa presunción filosófica respecto al orden del universo. En el afán de conservar el objeto deseado, la persona dependiente, de una manera ingenua y arriesgada, concibe y acepta la idea de lo “permanente”, de lo eternamente estable. El efecto tranquilizador que esta creencia tiene para los adictos es obvio: la permanencia del proveedor garantiza el abastecimiento.
Hace más de dos mil años, Buda alertaba sobre los peligros de esta falsa eternidad psicológica. “Todo esfuerzo por aferrarnos nos hará desgraciados, porque tarde que temprano aquello a lo que nos aferramos desaparecerá y pasará. Ligarse a algo transitorio, ilusorio e incontrolable es el origen del sufrimiento. Todo lo adquirido puede perderse, porque todo es efímero. El apego es la causa del sufrimiento”.
La siguiente frase, nuevamente de Buda, es de un realismo cruento pero esclarecedor: “Todo fluye, todo se diluye; lo que tiene principio tiene fin, lo nacido muere y lo compuesto se descompone. Todo es transitorio, insustancial y, por tanto, insatisfactorio. No hay nada fijo de qué aferrarse”.
Los “Tres Mensajeros Divinos”, como él los llamaba: enfermedad, vejez y muerte, no perdonan. Tenemos la opción de rebelarnos y agobiarnos porque la realidad no va por el camino que quisiéramos, o afrontarla y aprender a vivir con ella, mensajeros incluidos. Decir que todo acaba significa que las personas, los objetos o las imágenes en la cuales hemos cifrado nuestras expectativas de salvaguardia personal, no son tales. Aceptar que nada es para toda la vida no es pesimismo sino realismo saludable. Incluso puede servir de motivador para beneficiarse del aquí y el ahora: “Si voy a perder los placeres de la vida, mejor los aprovecho mientras pueda”. Esta es la razón por la cual los individuos que logran aceptar la muerte como un hecho natural, en vez de deprimirse disfrutan de cada día como si fuera el último.
En el caso de las relaciones afectivas, la “certeza sí que es incierta”. El amor puede entrar por la puerta principal y en cualquier instante salir por la de atrás. No estoy diciendo que no existan amores duraderos y que el hundimiento afectivo deba producirse inevitablemente. Lo que estoy afirmando es que las probabilidades de ruptura son más altas de lo que se piensa, y que el apego no parece ser el mejor candidato para salvaguardar y mantener a flote una relación. Por desgracia, no existe eso que llamamos seguridad afectiva. Cuando intentamos alcanzar este sueño existencial, el vínculo se desvirtúa. Algunos matrimonios no son otra cosa que un secuestro amañado.
El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con ilusión de permanencia, se expresa así: “Es imposible que nos dejemos de querer. El amor es inalterable, eterno, inmutable e indestructible. Mi relación afectiva tiene una inercia propia y continuará para siempre, para toda la vida”.
La inmadurez emocional implica una perspectiva ingenua e intolerante ante ciertas situaciones de la vida, generalmente incómodas o aversivas. Una persona que no haya desarrollado la madurez o inteligencia emocional adecuada tendrá dificultades ante el sufrimiento, la frustración y la incertidumbre.
Señalaré las tres manifestaciones más importantes de la inmadurez emocional relacionadas con el apego afectivo en particular y con las adicciones en general:
1. Bajos umbrales para el sufrimiento o la ley del mínimo esfuerzo.
Según ciertos filósofos y teólogos, la ley del mínimo esfuerzo es válida incluso para Dios. Independientemente de la veracidad de esta afirmación debemos admitir que la comodidad, la buena vida y la aversión por las molestias ejercen una atracción especial en los humanos. Prevenir el estrés es saludable (el tormento por tormento no es recomendable para nadie), pero ser melindrosos, sentarse a llorar ante el primer tropiezo y querer que la vida sea gratificante las veinticuatro horas, es definitivamente infantil.
Una persona que haya sido contemplada, sobreprotegida y amparada de todo mal en sus primeros años de vida, probablemente no alcance a desarrollar la fortaleza (coraje, decisión, aguante) para enfrentar la adversidad. Le faltará el “callo” que distingue a los que perseveran hasta el final. Su vida se regirá por el principio del placer y la evitación inmediata de todo aversivo, por insignificante que éste sea. Repito: esto no implica hacer una apología del masoquismo y el auto castigo, y fomentar el suplicio como forma de vida, sino reconocer que cualquier cambio requiere de una inversión de esfuerzo, un costo que los cómodos no están dispuestos a pagar. El sacrificio los enferma y la molestia los deprime. La consecuencia es terrible: miedo a lo desconocido y apego al pasado.
El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con baja tolerancia al sufrimiento, se expresa así: “No soy capaz de renunciar al placer/bienestar/seguridad que me brinda la persona que amo y soportar su ausencia. No tengo tolerancia al dolor. No importa qué tan dañina o poco recomendable sea la relación, no quiero sufrir su pérdida. Definitivamente, soy débil. No estoy preparado para el dolor”.
2. Baja tolerancia a la frustración o el mundo gira a mí alrededor.
La clave de este esquema es el egocentrismo, es decir: “Si las cosas no son como me gustaría que fueran, me da rabia”. Tolerar la frustración de que no siempre podemos obtener lo que esperamos, implica saber perder y resignarse cuando no hay nada que hacer. Significa ser capaz de elaborar duelos, procesar pérdidas y aceptar, aunque sea a regañadientes, que la vida no gira a nuestro alrededor. Aquí no hay narcisismo, sino inmadurez.
Muchos enamorados no decodifican lo que su pareja piensa o siente, no lo comprenden o lo ignoran como si no existiera. Están tan ensimismados en su mundo afectivo, que no reconocen las motivaciones ajenas. No son capaces de descentrarse y meterse en los zapatos del otro. Cuando su media naranja les dice: “Ya no te quiero, lo siento”, el dolor y la angustia se procesa solamente de manera autorreferencial: “¡Pero si yo te quiero!” Como si el hecho de querer a alguien fuera suficiente razón para que lo quisieran a uno.
A veces ni siquiera es amor por el otro, sino amor propio. Orgullo y necesidad de ganar: ¿Quién se cree que es…? ¿Cómo se atreve a echarme? La inmadurez también puede reflejarse en el sentido de posesión: “Es mío” o “No quiero jugar con mi juguete, pero es mío y no lo presto”. Muchas veces no es la tristeza de la pérdida lo que genera la desesperación, sino quién echó a quién. Si se obtiene nuevamente el control, la revancha no se hace esperar: “Cambie de opinión. Realmente no te quiero”. Ganador absoluto.
El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con baja tolerancia a la frustración, se expresa así: “No soy capaz de aceptar que el amor escape de mi control. La persona que amo debe girar a mí alrededor y darme gusto. Necesito ser el centro y que las cosas sean como a mí me gustaría que fueran. No soporto la frustración, el fracaso o la desilusión. El amor debe ser a mi imagen y semejanza”.
3. Ilusión de permanencia o de aquí a la eternidad.
La estructura mental del apegado contiene una dudosa presunción filosófica respecto al orden del universo. En el afán de conservar el objeto deseado, la persona dependiente, de una manera ingenua y arriesgada, concibe y acepta la idea de lo “permanente”, de lo eternamente estable. El efecto tranquilizador que esta creencia tiene para los adictos es obvio: la permanencia del proveedor garantiza el abastecimiento.
Hace más de dos mil años, Buda alertaba sobre los peligros de esta falsa eternidad psicológica. “Todo esfuerzo por aferrarnos nos hará desgraciados, porque tarde que temprano aquello a lo que nos aferramos desaparecerá y pasará. Ligarse a algo transitorio, ilusorio e incontrolable es el origen del sufrimiento. Todo lo adquirido puede perderse, porque todo es efímero. El apego es la causa del sufrimiento”.
La siguiente frase, nuevamente de Buda, es de un realismo cruento pero esclarecedor: “Todo fluye, todo se diluye; lo que tiene principio tiene fin, lo nacido muere y lo compuesto se descompone. Todo es transitorio, insustancial y, por tanto, insatisfactorio. No hay nada fijo de qué aferrarse”.
Los “Tres Mensajeros Divinos”, como él los llamaba: enfermedad, vejez y muerte, no perdonan. Tenemos la opción de rebelarnos y agobiarnos porque la realidad no va por el camino que quisiéramos, o afrontarla y aprender a vivir con ella, mensajeros incluidos. Decir que todo acaba significa que las personas, los objetos o las imágenes en la cuales hemos cifrado nuestras expectativas de salvaguardia personal, no son tales. Aceptar que nada es para toda la vida no es pesimismo sino realismo saludable. Incluso puede servir de motivador para beneficiarse del aquí y el ahora: “Si voy a perder los placeres de la vida, mejor los aprovecho mientras pueda”. Esta es la razón por la cual los individuos que logran aceptar la muerte como un hecho natural, en vez de deprimirse disfrutan de cada día como si fuera el último.
En el caso de las relaciones afectivas, la “certeza sí que es incierta”. El amor puede entrar por la puerta principal y en cualquier instante salir por la de atrás. No estoy diciendo que no existan amores duraderos y que el hundimiento afectivo deba producirse inevitablemente. Lo que estoy afirmando es que las probabilidades de ruptura son más altas de lo que se piensa, y que el apego no parece ser el mejor candidato para salvaguardar y mantener a flote una relación. Por desgracia, no existe eso que llamamos seguridad afectiva. Cuando intentamos alcanzar este sueño existencial, el vínculo se desvirtúa. Algunos matrimonios no son otra cosa que un secuestro amañado.
El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con ilusión de permanencia, se expresa así: “Es imposible que nos dejemos de querer. El amor es inalterable, eterno, inmutable e indestructible. Mi relación afectiva tiene una inercia propia y continuará para siempre, para toda la vida”.
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