Por
Me
inyectaba heroína y cocaína cuando asistía a la Universidad de Columbia
en los años ochenta; algunos días lo hacía varias veces y me dejé
cicatrices que aún se pueden ver. Continué consumiendo, incluso después
de haber sido expulsada de la escuela, después de una sobredosis y de
haber sido arrestada por distribución.
Mis
padres estaban abrumados: no podían entender qué había pasado con su
hija “talentosa” que siempre había sobresalido en la escuela. Aún tenían
la esperanza de que en algún momento dejaría las drogas, aunque cada
vez que trataba, recaía después de algunos meses.
En
general, hay dos líneas de pensamiento sobre las adicciones: la primera
dice que mi cerebro estaba químicamente “secuestrado” por las drogas,
que me habían dejado sin control sobre una enfermedad crónica y
progresiva. La segunda dice que yo era simplemente una delincuente
egoísta, a quien no le importaban los demás, como la mayoría de la gente
aún cree (cuando el adicto es un ser querido, nos inclinamos por la
primera explicación; cuando no lo es, nos inclinamos por la segunda.)
Necesitamos
una nueva perspectiva, porque nuestro conocimiento sobre la
neurociencia que subyace a la adicción ha cambiado y porque todos los
tratamientos existentes simplemente no funcionan.
La
adicción sí es un problema cerebral, pero no es una patología
degenerativa como el Alzheimer o el cáncer, ni tampoco es evidencia de
una mente delictiva. Es más bien un problema de aprendizaje, una
diferencia en el modo en que el cerebro hace conexiones que afecta la
manera como procesamos la información sobre la motivación, la recompensa
y el castigo. Además, como muchos problemas de aprendizaje, el
comportamiento adictivo se moldea por influencia genética y el entorno
durante el desarrollo.
Los
científicos han estudiado la conexión entre los procesos de aprendizaje
y la adicción por décadas. Ahora, mediante investigación con animales y
estudios radiológicos, los neurocientíficos lograron reconocer qué
regiones cerebrales están relacionadas con la adicción y de qué manera.
Los
estudios muestran que la adicción altera la interacción entre las
regiones medias del cerebro como el tegumento ventral y el núcleo
accumbens, que están ligados con la motivación y el placer, así como
partes de la corteza prefrontal que ayudan a tomar decisiones y a
establecer prioridades. Estas redes determinan a qué le damos valor para
poder asegurar que logremos ciertas metas biológicas importantes,
concretamente la supervivencia y la reproducción.
Básicamente,
la adicción ocurre cuando estos sistemas cerebrales están enfocados en
objetivos incorrectos: un comportamiento drogadicto o de autodestrucción
como apostar en exceso en lugar de enfocarse en una nueva pareja o un
bebé. Una vez que sucede, puede causar grandes problemas.
Si
creciste, como yo, con un sistema nervioso hipersensible que te hacía
sentir constantemente abrumado, abandonado y no amado, encontrar una
sustancia que calme el estrés social se convierte en un escape bendito.
La heroína me daba una sensación de comodidad, seguridad y amor que no
podía obtener de ninguna persona (el agente clave de la adicción en
estas regiones es el mismo de muchas experiencias placenteras: la
dopamina). Una vez que experimenté el alivio que la heroína me daba,
sentí como si no pudiera sobrevivir sin ella.
Entender
la adicción desde esta perspectiva de desarrollo neurológico ofrece
mucha esperanza. En primer lugar, como otros problemas de aprendizaje,
por ejemplo el trastorno de déficit de atención con hiperactividad o la
dislexia, la adicción no afecta la inteligencia en general.
En
segundo lugar, esta visión sugiere que la adicción distorsiona las
decisiones, pero no elimina totalmente el libre albedrío: después de
todo, nadie se inyecta frente a la policía. Esto significa que los
adictos pueden aprender a tomar acciones que mejoren su salud, como
utilizar jeringas limpias, como lo hacía yo. Hay investigaciones que
muestran que tales programas no solo reducen el contagio de VIH, sino
que también ayudan a la rehabilitación.
La
perspectiva del aprendizaje también explica cómo la compulsión por el
alcohol o las drogas puede ser tan fuerte y por qué la gente adicta
continúa aun cuando el daño sobrepasa por mucho el placer que obtiene y
por qué puede parecer que actúa irracionalmente: si crees que algo es
imprescindible para tu sobrevivencia, tus prioridades no tendrán sentido
para los demás.
El
aprendizaje que nos lleva a sentir deseos como el del amor y la
reproducción es muy distinto al aprendizaje de hechos sin carga
emocional. A diferencia de solo memorizar las tablas de multiplicar, el
aprendizaje profundo y emocional altera completamente el modo en que
decides qué es lo que más te importa, por eso recuerdas mejor quién era
tu amor platónico en la secundaria que lo que aprendiste en esa época en
matemáticas.
Reconocer
que la adicción es un trastorno del aprendizaje puede también ayudar a
dar por terminada la discusión sobre si la adicción debe ser tratada
como una enfermedad progresiva, como afirman los expertos, o como un
problema moral, una creencia que se refleja en nuestra continua
criminalización de ciertas drogas.
Simplemente se aprendió un modo incorrecto de sobrellevar los problemas.
Además,
si la adicción se encuentra en las partes del cerebro que están
relacionadas con el amor, entonces la rehabilitación se parece más a
recuperarse de una ruptura amorosa que a encarar una enfermedad de por
vida. Curar un corazón roto es difícil y muchas veces se puede caer en
comportamientos obsesivos, pero no se trata de daño cerebral.
Así,
las implicaciones para el tratamiento son profundas. Si la adicción es
como un amor no correspondido, entonces la compasión es una aproximación
mucho mejor que el castigo.
En
2007, después de analizar información general de docenas de estudios a
lo largo de cuatro décadas, se encontró que tratamientos empáticos y de
empoderamiento del paciente, tales como terapia cognitiva y terapia
motivacional, que alimentan la disposición interna a cambiar, funcionan
mucho mejor que las rehabilitaciones tradicionales para confrontar la
negación y en las que se les dice a los pacientes que no tienen ningún
control sobre su adicción.
Esto
tiene sentido porque el circuito que en condiciones normales nos
conecta socialmente a unos con otros se ha canalizado hacia la búsqueda
de drogas. Entonces, para que nuestros cerebros vuelvan a la normalidad
necesitamos más amor, no más dolor.
De
hecho, los estudios no han encontrado evidencia favorable sobre los
tratamientos severos y de castigo, como el encarcelamiento, los
tratamientos humillantes y las típicas “intervenciones” en las que las
familias amenazan con abandonar al adicto. La gente adicta ya está
dispuesta a pasar por experiencias negativas a causa de sus circuitos
cerebrales, así que más castigo no va a cambiar esto.
Las
investigaciones también muestran que la mitad de todas las adicciones
—a excepción del tabaco— se acaba cuando cumplimos 30 años de edad, y la
mayoría de la gente con adicciones al alcohol y las drogas las superan,
casi siempre sin tratamiento. Dejé las drogas cuando tenía 23 años de
edad. Siempre pensé que las había dejado porque finalmente me había dado
cuenta de que mi adicción me estaba dañando.
Una
vez que entendamos que la adicción no es un pecado ni una enfermedad
progresiva, sino que simplemente surge de una conexión cerebral
distinta, podremos dejar de insistir en estrategias que no funcionan y
comenzar a enseñar otro tipo de recuperación.
Así
pues, si la compulsión que sustenta la adicción se dirige hacia canales
más saludables, este tipo de conexión cerebral puede ser benéfico y no
solo una desventaja. Después de todo, persistir a pesar del rechazo no
solo me llevó a la adicción, también ha sido indispensable para mi
sobrevivencia como escritora. La habilidad de persistir es un valor: la
gente con adicciones solo necesita aprender cómo redirigirla.