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Escrito por WALTER RISO | ||
Tomado del Libro La Fidelidad es mucho más que Amor
“Nadie sabe cuán dulce es la venganza ni con qué ardor se la puede desear si no ha sufrido la ofensa” Boccaccio
![]() Aunque criticable desde el punto de vista ético, al igual que cualquier tipo de violencia, para muchos el desquite posee la visión idealista de la equidad. Atacar defensivamente cuando el daño ya está hecho no tiene mucho sentido desde el punto de vista de la supervivencia física, pero quizá posea cierto efecto psicológico reparador y tranquilizador. La satisfacción y el restablecimiento del honor: la ofensa y la vendetta van de la mano. Cuando la venganza se coloca a favor del amor maltrecho, los móviles pueden ser muchos: quedar mano a mano, pagar con la misma moneda, herir como nos han herido, la envidia de querer ejercer el mismo derecho o simplemente recuperar el equilibrio del poder: “Me cansé de ser menos que tú”. Un golpe de estado afectivo para nivelar la relación y aplastar a la pareja hasta ponerla por debajo. Gladys reunió todos estos motivos durante más de veinte años de matrimonio. Cuando se casó, nunca pensó que el atractivo físico de su esposo fuera causa de preocupación o siquiera de un problema. Todo lo contrario. Se sentía afortunada de haber logrado atrapar al más cotizado de los solteros. Y aunque ella no era ninguna reina de belleza, tenía su gracia: “Una negrita adorable”, como solía decirle él, entre cariñoso y compasivo. Como suele ocurrir, el paso de los años es más benévolo en los hombres que en las mujeres, y especialmente en lo relacionado con la parte física. A Gladys rápidamente la invadieron las arrugas, la celulitis, la caída de los senos, la flacidez del abdomen y dos o tres mechones blancos, evidentemente indiscretos. Para su esposo, el tiempo se había detenido. Era terrible verlo cada día más joven y admirado. Cada cana era un pincelazo sugestivo que aumentaba su encanto. Por alguna extraña razón, no sacaba panza y los músculos mantenían su dureza. Tener un marido “inmortal” se había convertido en la peor tragedia. Debía hacer verdaderos malabares para adecuarse a la estética del señor. Durante un tiempo tuvo la aterradora impresión de que él crecía, es decir, que estaba más alto que antes, hasta que una amiga le hizo ver que la que se achicaba era ella. Los festejos que seguían al lanzamiento de un nuevo producto se habían convertido en una pesadilla, sobre todo cuando la presentaban como la mujer del patrón. Los más prudentes sonreían atentamente y emitían un sintético: “Ah!... Su esposa…” Al parecer esperaban otra cosa. A lo mejor una ejecutiva de alto vuelo y estatura, más estilizada y con una hoja de vida del tamaño de un directorio telefónico. No es que fuera poco presentable, sino que no parecía encajar con él. Había que reconocer que la profesión de terapista ocupacional especializada en gerontología no se ajustaba al mundo empresarial dinámico, competitivo y un tanto insensible. Estas reuniones tenían, además, un matiz difícil de sobrellevar: las vampiresas. En esos momentos Gladys sentía que era un estorbo, una piedra en el zapato para casi todas las asistentes. El superyó del grupo, la espía, la guardaespaldas o simplemente la señora del mandamás. Y lo más triste: nadie intentaba seducirla. Nunca había proposiciones indiscretas que pudieran levantar su maltrecho ego. Si un borrachito se le acercaba, no era sino para recordarle lo afortunada que había sido de tener un hombre así. Gladys conocía al dedillo las aventuras de su marido, las pasadas, las presentes y algunas futuras. Ninguna era relevante ni ponía en peligro la estabilidad matrimonial, pero ocurrían sistemática y consistentemente, aunque con bastante sigilo y moderación. Ella temía perderlo, pero se limitaba a permanecer callada. Él era muy comprensivo, la trataba cariñosamente y jamás se ofuscaba. Nunca levantaba la voz más allá de los decibeles necesarios, ni hacía mala cara. Una sonrisa blanca y pareja, como en las propagandas de las cremas dentales, acompañaba todo el tiempo el rostro del hombre. En los viajes al exterior la discrepancia aumentaba: él hablaba perfecto inglés y ella chapuceaba una jerga apenas comprensible. Algo similar sucedía cuando compraban ropa. A Gladys siempre se sobraba o le faltaba tela, había que agarrarle o soltarle, correr botones, subir o bajar. Él era un caso excepcional de talla única: todo le quedaba a la perfección. En más de una ocasión le propusieron modelar, pero no aceptó. Gladys sabía que la cordialidad y la dulzura de su esposo eran aparentes. Un mensaje cifrado podía leerse siempre: “Has tenido demasiada suerte al estar conmigo…” En una ocasión, ella escuchó el siguiente comentario: “Yo sé que podría haber conseguido a alguien mejor…pero tú sabes… unas cosas por otras… puede que no sea la supermujer, sin embargo ella no molesta… ¿Me entiendes?… Mejor que lo celen a uno, que celar… Mi negrita es adorada”. Al principio se sintió halagada, pero cuando le echó más cabeza al asunto entendió que más bien se trataba de una declaración de superioridad racial y el desaire todavía le taladra. La vida íntima estaba repleta de vivencias ególatras por parte de su consorte, que no eran percibidas por las demás personas. Se demoraba en la ducha para vestirse y acostarse, y el espejo era su mejor aliado. Cualquier cosa que reflejara la propia imagen llamaba su atención. No era el exhibicionismo ostentoso que utilizan los histriónicos, sino un elegante, perspicaz y casi aristocrático lucimiento. Gladys era una mujer ardiente y sexualmente activa, que se sentía profundamente atraída por él. Sin embargo, las relaciones sexuales mostraban una preocupante alteración. Consecuente con su actitud narcisista, el hombre era un onanista declarado, es decir, sólo obtenía satisfacción a través de la masturbación. No era eyaculador precoz ni impotente, sino algo peor para una mujer que no se siente amada: eyaculador retardado (más que retardado, lejano). Cada vez que el acto quedaba inconcluso, ella confirmaba que no era deseada.
No tan apuesto
como su marido, menos sensual, más “normal”, con nariz de boxeador y
poco culto, pero con un atributo inigualable y fascinante: era el dueño
de la competencia. El propietario de la única fábrica
que le quitaba ventas y literalmente ponía a temblar a su esposo. Lo
mejor de todo: ella le gustaba. Esa primera vez no le dijo quién era,
no quería inhibir el ímpetu y el entusiasmo que mostraba el
pretendiente, ni tampoco asustarlo. Así comenzaron a
verse y a conversar. De manera regular asistían a sus prácticas de
aeróbicos y pesas, él cada vez más puntual y ella cada vez con menos
ropa. El empezó a admirarla sin descuidar nada, y ella a creerle el
cuento.
Un día la invitó a salir y Gladys aceptó. Estando en el lugar se besaron a quemarropa y se invadieron mutuamente hasta que ella no tuvo más remedio que confesarle su procedencia. Contrariamente a lo esperado, el arrebato fue mayor y de ahí salieron directo a un motel. Fue como echarle gasolina a la hoguera. A partir de ese momento la relación adquirió una doble sincronía: deseo y venganza. El sentía una complacencia adicional: no era cualquier mujer, sino la de su enemigo comercial. Ella sentía un gusto similar: no era cualquier hombre, sino el principal dolor de cabeza de su compañero. Una mezcla entre mercadeo, sexo, perversidad e indemnizaciones retrospectivas. El marido aún no sabe que tiene cuernos. Mientras tanto, ella prefiere degustar el postre en bandeja de plata. Hay cierto placer subversivo en saber aquello que él ni se imagina. El superhombre, el intocable, está siendo secretamente vulnerado en su amor propio y en el más estricto anonimato. Para tener en cuenta. La venganza es violencia placentera. El agresor la percibe como un acto de defensa personal moralmente válido, una clase de sadismo instrumental y justificado, pero en realidad es un comportamiento de conservación a destiempo y fuera de lugar. Ya pasó el ataque. La complacencia en obtener igualdad a través de la destrucción del otro es un fenómeno exclusivamente humano, producto de la mente y, claro está, del ego. Existe una inmadurez latente en quienes están dispuestos a lograr el desagravio a cualquier precio. Como los niños que movidos por la envidia o la ira rompen los juguetes del otro. Cabe preguntarse si los que deciden vengarse por despecho y desamor no estarán tratando de perdonarse a sí mismos la cobardía, o la incapacidad, de haber permanecido donde no debían haber estado. La gente que logra mantener relaciones de pareja asertivas, directas, francas, no temerosas y sin postergaciones, no permite que el resentimiento prospere y la venganza deja de ser funcional. Definitivamente es mejor reaccionar y defenderse a tiempo, algo que Gladys no supo hacer. Cuando intentamos protegernos de la traición y el maltrato psicológico con las mismas armas de quienes nos han dañado, caemos en la trampa de identificarnos con el transgresor. Cuando atacamos la deslealtad con deslealtad, la mentira con mentira, la deshonestidad con deshonestidad, perdemos autoridad moral. Nos contaminamos de lo mismo que queremos limpiar. La infidelidad no admite contabilidades ni sistemas de compensación, sino exclusión y determinación. O perdono, o me voy. |