lunes, 17 de junio de 2013

SANGRE - PRECIOSO LIQUIDO

Escrito por ALEJANDRO SEGEBRE   
¿Sabías que en una gota de sangre existen 5.000.000 millones de células vivientes que tienen la capacidad de proporcionar vida a nuestro cuerpo?

Esas células vivientes llamadas glóbulos rojos tienen el precioso trabajo de transportar oxigeno, agua, nutrientes, hormonas a nuestras células, y  a demás de eliminar desechos metabólicos y toxinas alimenticias.  Pero esa sangre que circula por nuestras arterias puede ser contaminada a través de lo que comemos, tomamos, o respiramos y sin darnos cuenta podemos traer a nuestro cuerpo enfermedad y muerte.
Si nosotros tenemos una mala función de nuestro sistema digestivo, nuestra salud en general se verá afectada y el sistema inmunológico estará muy deprimido. Un buen sistema digestivo es la clave para estar sano y vivir largo tiempo. Los órganos, células y tejidos necesitan nutrientes para poder vivir y regenerarse, pero la única fuente de ello es a través de lo que comemos, digerimos y absorbemos, pero con una digestión deficiente nuestra energía y salud,  serán muy pobres.
Los glóbulos rojos son los encargados de transportar el oxigeno en nuestra sangre, por medio de un mensajero llamado HEMOGLOBINA que depende mucho de la cantidad y calidad de Hierro que este posea. Para que los glóbulos rojos transporten el oxigeno adecuadamente nuestra sangre tiene que estar alcalina, ya que es el PH apropiado para que el oxigeno sea liberado a nuestras células. Si la sangre se encuentra acida el oxigeno automáticamente se evapora, se seca y no puede ser liberado a los tejidos, ya que un PH acido en la sangre no es compatible con la salud y la vida y lo único que hace es generar enfermedad.

La falta de enzimas digestivas es la única manera de hacer que nuestra sangre se vuelva acida, ya que ellas son las encargadas de romper las partículas grandes de alimentos en partículas pequeñas y hacer posible que los nutrientes se puedan absorber. Si los alimentos que comemos no contienen enzimas digestivas las moléculas de la comida no se rompen adecuadamente y llegan a la sangre sin ser digeridas causando daño a los glóbulos rojos y blancos   y a demás convirtiendo esta comida en alimento para bacterias y parásitos. Cansancio, fatiga, pereza, falta de energía, stress, dolores musculares, dolores de cabeza, gases, distención abdominal, digestión pobre, llenura, intolerancia al azúcar, gripas frecuentes, alergias, anemia, mareo,  por lo general son señales de una pobre digestión y mala absorción de nutrientes hacia la sangre.

Los alimentos que contienen enzimas digestivas vivas son los alimentos crudos, como frutas y vegetales que no han sido sometidos a  altas temperaturas, ni a ninguna especie de cocimiento ya que las enzimas son muy sensibles al calor. Cada fruta, vegetal, cereal, o grano germinado, en su estado natural está cargado de enzimas. Desafortunadamente mueren al ser cocinadas, pues las enzimas mueren o son destruidas a temperaturas mayores de 50 grados centígrados. Cuando consumimos proteína animal como carne, pollo, cerdo, huevo, leche, queso, este tipo de proteína no puede ser digerida y pasa directamente a la sangre, haciendo que los glóbulos rojos se aglutinen y se peguen unos con otros impidiendo el transporte de oxigeno, la eliminación de las toxinas, y convirtiendo el PH de la sangre, en un PH acido.

Los parásitos son seres vivos igual que nosotros, por lo tanto comen y defecan en nuestra propia sangre haciéndola mas toxica y acida,  ya que la materia fecal de los parásitos se llama hongo y tienen 42 toxinas diferentes incluyendo la cándida, levadura y moho. Al extraer una gota de sangre y analizarla bajo el microscopio electrónico de Darkfield, se puede observar la presencia de hongos, parásitos, bacterias, toxinas, placa de colesterol, cristales de acido úrico, PH acido, glóbulos rojos aglutinados, deficiencia de vitaminas B12, acido fólico y hierro, glóbulos rojos deformes (muy grandes o muy pequeños) y  grasas sin digerir. 
 

MENTALIDAD ECOLOGICA

Tomado del libro Inteligencia Ecológica
Nuestro mundo de abundancia material tiene un precio oculto. No podemos saber en qué medida las cosas que compramos y usamos conllevan otros costos, el daño que le causan al planeta, sus efectos sobre la salud de los consumidores y sobre las personas cuyo trabajo hace posible nuestra comodidad y satisfacción de nuestras necesidades. Vamos por la vida inmersos en un mar de cosas que compramos, usamos y tiramos, desperdiciamos o guardamos. Cada una de esas cosas tiene su propia historia y su propio futuro, la parte de la historia anterior a nosotros y el final de la misma después de nosotros en gran parte oculta a nuestra vista, una inmensa red de impactos abandonados a lo largo del camino desde la extracción inicial o la mezcla de sus ingredientes, durante la fabricación y el transporte, a través de las sutiles consecuencias de su empleo en nuestros hogares y lugares de trabajo hasta el momento en que nos deshacemos de ellas. Y, a pesar de ello, es muy posible que estos impactos ocultos constituyan el aspecto más importante de tales objetos.

Nuestras tecnologías de fabricación y los procesos químicos que intervienen en las mismas fueron en su mayor parte elegidos en tiempos más inocentes, en una época en que tanto los compradores como los ingenieros industriales podían darse el lujo de ignorar o prestar muy poca atención a los efectos adversos de lo que se fabricaba. Por el contrario, todos se sentían comprensiblemente complacidos de los beneficios: electricidad generada a través de la combustión del carbón, en cantidades suficientes para durar siglos y siglos; plásticos baratos y maleables de un mar de petróleo en apariencia interminable; un verdadero tesoro de compuestos químicos sintéticos, polvo de plomo casi regalado para dar mayor brillo y vivacidad a las pinturas. Nuestros antecesores no tenían ni la menor idea del costo que todos estos productos bien intencionados tendría para nuestro planeta y sus habitantes.

Si bien es cierto que la composición y los efectos de los objetos que compramos y utilizamos todos los días son, en su mayor parte, el resultado de decisiones tomadas hace largo tiempo, siguen determinando hoy en día las prácticas que se emplean en el diseño de los productos que se fabrican y en la química industrial, y acaban en nuestros hogares, escuelas, hospitales y lugares de trabajo. El legado material que hemos recibido de las invenciones que alguna vez suscitaron el asombro de la era industrial que tuvo lugar a lo largo de todo el siglo XX, ha hecho que nuestras vidas sean muchísimos más cómodas y placenteras que las vidas de nuestros abuelos. Ingeniosas combinaciones de moléculas, nunca antes vistas en la naturaleza, producen una serie sin fin de milagros cotidianos. En el ambiente de negocios del pasado, los productos y procesos químicos industriales que seguimos utilizando hoy en día resultaban lógicos y tenían sentido, pero muchos de ellos han dejado de tenerlo. Los consumidores y las empresas no pueden seguir dándose el lujo de no examinar a fondo las decisiones relativas a dichos productos y procesos, así como sus consecuencias ecológicas.

La ecología industrial surgió de la idea de que los sistemas industriales se asemejan en muchos aspectos a los sistemas naturales: el flujo de productos manufacturados que pasó de una empresa a otra, extraídos de la tierra y emitidos en nuevas combinaciones, puede medirse en términos de insumos y productos regulados por una especie de metabolismo. En este sentido, la industria también puede considerarse como una especie de ecosistema, que tiene un efecto profundo en todos los demás sistemas ecológicos. El campo de la ecología industrial incluye aspectos tan diversos como el cálculo de las emisiones de CO2 de todos los procesos industriales o el análisis del flujo global de fósforo, hasta la manera en que el sistema de etiquetas electrónicas puede optimizar el reciclaje de la basura y las consecuencias ecológicas del auge de los baños de lujo en Dinamarca.

Considero a los ecologistas industriales, junto con los especialistas en campos de reciente creación como la salud ambiental, como la vanguardia de una naciente toma de conciencia, un factor que bien puede aportar una importante pieza faltante a nuestros esfuerzos colectivos por proteger nuestro planeta y sus habitantes. Tratemos de imaginar por un momento lo que sucedería si el conocimiento que hoy en día es propiedad exclusiva de especialistas como los ecologistas industriales, estuviera a disposición de todo el mundo: si se les enseñara a los niños en la escuela, si pudiéramos tener fácil acceso al mismo a través de Internet, reducido a evaluaciones fáciles de entender de las cosas que compramos y hacemos, si pudiéramos tener un resumen cuando estamos a punto de comprar algo.

Seamos un consumidor individual, el encargado de compras de una organización o el ejecutivo responsable de una marca, el hecho de conocer los efectos ocultos de los que compramos, vendemos o fabricamos con la precisión propia de un ecologista industrial nos permitiría participar en la creación de un futuro más positivo, puesto que nuestras decisiones coincidirían más con nuestros valores. Ya están en fase de investigación todos los métodos necesarios para darnos a conocer esa información. A medida que este conocimiento vital llegue a nuestras manos, entraremos en una era de lo que llamo transparencia radical.

La transparencia radical convierte los eslabones que unen cada producto y sus múltiples efectos, huellas de carbono, productos químicos preocupantes, trato de los obreros, etcétera, en fuerzas sistemáticas que ejercen influencia sobre las ventas. La transparencia radical fortalecerá toda una generación futura de aplicaciones tecnológicas, en la que programas de computadora serán capaces de manipular cantidades impresionantes de datos y presentarlas en forma concisa para facilitar las decisiones. Una vez que conozcamos los verdaderos efectos de nuestras decisiones de compra, podremos utilizar dicha información para acelerar el ritmo de los cambios y usarlos para bien.

No cabe duda de que ya existen diversas etiquetas ecológicas basadas en información de excelente calidad que evalúa algunos grupos de productos, pero la siguiente de la transparencia ecológica será mucho más radical, más amplia y detallada, y cobrará la forma de una avalancha. A fin de que esa enorme cantidad de información pueda ser utilizada, la transparencia radical debe sacar a relucir lo que se nos ha venido ocultando de manera mucho más amplia y mejor organizada que las evaluaciones de productos algunas veces sin orden ni concierto que tenemos ahora. Si tienen acceso a información correcta y precisa, los consumidores podrán efectuar cambios que afectarán al mundo del comercio en su totalidad, desde la fábrica más lejana hasta la estructura de poder del vecindario, y surgirá un nuevo frente en el campo de batalla de la participación de mercado.

La transparencia radical introducirá una claridad en cuanto a las consecuencias de las cosas que hacemos, vendemos, compramos y descartamos que vaya más allá de lo que muchos negocios hoy en día consideran aceptable y cómodo. Le dará una nueva forma al ámbito mercadotécnico que hará posible la mejor recepción de la enorme variedad de tecnologías y productos más limpios y ecológicos que están ahora en fase de investigación y creará un incentivo mucho más grande para que todo el mundo se decida a comprarlos.

Una transparencia ecológica semejante implica seguir un sendero económico que hasta ahora no hemos tomado: la aplicación de las estrictas normas de transparencia que se exigen, por ejemplo, de los mercados financieros, a los efectos ecológicos de los objetos que compramos. Los compradores dispondrían de información para tomar sus decisiones en forma semejante a la que los analistas del mercado de valores aplican a la evaluación de las pérdidas y ganancias de las empresas. Les brindaría a los dirigentes de las empresas mayor claridad para cumplir mejor con los deseos de sus compañías de ser más responsables desde un punto de vista social, favorecer una actuación sustentable y anticipar los cambios que tendrán lugar en el mercado.

Escuchamos con frecuencia las cosas que podemos hacer para ayudar al planeta, andar en bicicleta en vez de conducir el automóvil, usar los nuevos focos fluorescentes que ahorran energía, reciclar nuestras botellas, etcétera. Todos estos cambios en nuestros hábitos son elogiables; si todos nos esforzáramos por hacerlo, obtendríamos grandes beneficios.

Pero podemos ir más lejos. En cuanto se refiere a la inmensa mayoría de los productos, se han ignorado los verdaderos efectos de lo que compramos. si conociéramos los miles de efectos ecológicos ocultos que se producen durante el ciclo de vida de un producto, desde la fabricación hasta el desecho de esas bicicletas, focos y botellas, así como del resto de los materiales que se encuentran en la habitación, abriríamos una compuerta de actos eficaces. Si conocemos mejor los efectos que tienen los objetos que utilizamos, y aprovechamos dicho conocimiento para orientar nuestras decisiones de compra, tendremos mayor poder para influir en el mundo del comercio y la industria.

Con ello se abrirían las puertas de una gran oportunidad para beneficiar al futuro. En el caso de los compradores, este mecanismo puede fortalecer nuestra voluntad colectiva de proteger al planeta y a sus habitantes de los daños involuntarios del comercio. En cuanto a los negocios, la mayor coincidencia de los valores de los consumidores con sus decisiones de compra hará que la lucha por conseguir una ventaja competitiva sea más encarnizada y se convierta en una oportunidad financiera más sólida y prometedora que nuestras actuales estrategias “verdes” de mercadotecnia. Es posible que no seamos capaces de superar la crisis actual sólo mediante nuestras decisiones de compra, pero la transparencia radical nos ofrece una manera más de realizar cambios esenciales.

Todos hemos sido bombardeados con mensajes sobre la grave amenaza que representan el calentamiento global y las sustancias tóxicas presentes en los objetos que utilizamos o consumimos todos los días, así como con exhortaciones de que debemos efectuar cambios antes de que sea demasiado tarde. Una de las versiones de esta letanía es muy conocida: temperaturas cada vez más cálidas, huracanes cada vez más destructores, sequías feroces y desertificación externa en algunos lugares junto con lluvias torrenciales en otros. Hay quien predice una grave escasez mundial de agua y alimentos en los próximos diez años, el ejemplo preferido son los destrozos causados por el huracán Katrina en Nueva Orleans, y la evacuación de un número creciente de ciudades en todo el mundo debido al colapso del medio ambiente.

Otro coro, que cobra vida fuerza día a día, nos dice que los productos químicos fabricados por el hombre que se hallan en los objetos de uso diario nos están envenenando poco a poco, a nosotros y a nuestros hijos. Estas voces nos advierten que los compuestos utilizados para suavizar o endurecer plásticos liberan carcinógenos en absolutamente todo, desde las bolsas para transfusiones intravenosas en los hospitales hasta los salvavidas; los suavizantes químicos contenidos en los lápices de labios constituyen un riesgo para la salud; nuestras terminales de computadora emiten una toxina en tanto que las impresoras que las acompañan dejan escapar una nube de otra toxina diferente. Pareciera que el mundo manufacturado está creando un caldo químico que contamina con lentitud el ecosistema que es nuestro organismo. Todas estas advertencias señalan a los mismos culpables, usted y yo. La actividad humana se ha convertido en la principal causante de esta crisis que afecta gravemente, ¿a quién? Pues a usted y a mí, por supuesto.

Todos participamos en actividades que, de manera inexorable, ponen en peligro el nicho ecológico que alberga a la vida humana. El impulso de la inercia de nuestras acciones pasadas continuará durante décadas o incluso siglos; los productos químicos tóxicos que se infiltran en el agua y el suelo, así como la acumulación de gases de invernadero seguirán cobrando una cuota durante años y años.

Un escenario catastrófico semejante puede producir sentimientos de desesperanza, incluso de desesperación. Después de todo, ¿cómo podemos dar marcha atrás al vasto tsunami de la actividad humana? Cuanto más pronto dejemos de alimentar la ola, menos drásticos serán los años. Si examinamos con atención nuestra participación en la contaminación del nicho que poseemos en este planeta, podemos encontrar instancias en las que cambios sencillos y graduales pueden ponerle un alto e incluso dar marcha atrás a nuestra contribución al cataclismo.

En nuestra calidad de compradores individuales, nos vemos obligados a elegir entre un conjunto arbitrario de opciones de productos, un conjunto determinado por las decisiones que tomaron los ingenieros industriales, los químicos e inventores de todo tipo en algún punto distante del tiempo y el espacio. Nuestra capacidad de elección es ilusoria, pues sólo existe en los términos dictados por esas manos invisibles.

Por otra parte, en la medida en que podamos basar nuestras decisiones en información completa y exacta, el poder se transfiere de los que venden a los que compran, ya sea que se trate de un ama de casa en el mercado, del encargado de compras de una empresa o institución o del gerente de una marca. Podemos convertirnos en los arquitectos de nuestro destino y dejar de ser víctimas pasivas. Por el simple hecho de ir a la tienda, podemos votar con nuestro dinero.

Al hacerlo, crearemos una ventaja competitiva nunca antes vista para las empresas que ofrezcan los tipos de productos que necesita nuestro futuro colectivo. La elección informada impondrá nuevas exigencias a los ingenieros, químicos e inventores actuales. Afirmo que esta fuerza de mercado generará una demanda para toda una serie de innovaciones, cada una de las cuales constituirá una oportunidad empresarial. De esta manera, la agudización de nuestra inteligencia ecológica propiciará cambios positivos en los procesos industriales utilizados para fabricar todos los artículos que compramos. El golpe sufrido por todo el mundo a causa del alza exorbitante de los precios del petróleo tiene un efecto sinérgico en la búsqueda de optimizaciones ecológicas porque modifica de modo radical las ecuaciones de los costos e incrementa la necesidad de encontrar alternativas ventajosas.

A medida que el control de la información pase de los vendedores a los compradores, las empresas harían bien en prepararse con anticipación para este cambio monumental. La regla básica de los negocios en el siglo pasado, lo barato es mejor, está empezando a ser complementado, y en ocasiones sustituida, por un nuevo mantra del éxito: lo sustentable es mejor, lo más saludable es mejor y lo más humano es mejor. Ahora podemos saber con mayor precisión cómo poner en práctica dicho mantra.